Ese vaso bajo con un cubito y una oliva, ese sifón vintage al fondo, esas banderillas al lado y esa luz aturdidora del mediodía mediterráneo. He ahí la foto ideal para colgar a Instagram y proclamar ante todo el mundo que estamos haciendo lo que toca: es la hora del vermut. Esta tradición tan nuestra —la del aperitivo previo a la comida con un trago de vermut mezclado con sifón— es hoy un ritual que las jóvenes tribus urbanas, con los hipsters al frente, han revitalizado.
En tiempos de crisis, este punto de encuentro entre amigos, con comida y bebida de por medio —como corresponde—, se ha revelado como una alternativa asequible a las largas noches de cenas opíparas y copas caras de épocas no tan lejanas.El vermut ha sido siempre un placer de clases populares y, quizá por esta razón, hasta ahora no se le había prestado demasiado caso. Bueno, James Bond lo toma en sus combinados y en el glamour coctelero siempre se le ha reservado un sillón de honor. Pero esta costumbre tan nuestra de tomarlo solo, apenas con un poco de sifón, una oliva y media rodaja de naranja, ha sido un placer que nuestros abuelos y padres han mantenido desde hace un siglo en las plazas de los pueblos y los barrios sin pedigrí. Y esta característica convierte el vermut y todas las tapas que le rodean en el acto bien llamado de hacer el vermut en algo simpático, próximo y reivinidicable por las nuevas generaciones.
Una tendencia que nació en Barcelona en los últimos años y que ha despertado interés en todo el mundo.Y aún así, el vermut sigue siendo un gran desconocido. La gente se sorprende todavía cuando descubre que es un vino. Un vino fortificado (esto es, se le añade algo de alcohol para que alcance los 17º, más o menos) e infusionado con botánicos (esto es, una mezcla de hierbas aromáticas, cáscaras de fruta, especias…, diferente para cada vermut y que puede llegar a superar el centenar de ingredientes). El buen vermut, equilibra la parte amarga de algunos botánicos con la parte dulce que le aporta el azúcar añadido en forma de caramelo. El caramelo y algunas hierbas son las responsables que el vino blanco se oscurezca en el caso del vermut rojo. El vermut blanco, como siempre es seco, no contiene azúcar añadido y se mantiene pálido.
Esta bebida nació como vino medicinal en los monasterios de Baviera hacia el siglo XVI. No en balde, un botánico imprescindible en cualquier fórmula de vermut, el ajenjo, en alemán se llama wermut. Pero fueron los piemonteses de apellidos históricos como Carpano, Martini o Cinzano los que desarrollaron su potencial comercial. A través de ellos llegó a nuestras tierras. Los italianos Montana Perucchi, instalados en Badalona desde 1876, fundaron la primera marca de nuestro país, y todavía existen. Aún así, Reus se convirtió al poco tiempo en nuestra patria del vermut, gracias a su industria vinícola.
La ciudad llegó a contar con 50 elaboradores, de los que hoy sobreviven tres: Yzaguirre, Miró y De Müller/Iris. Con el renacimiento de esta tradición, antiguas marcas como estas se han rejuvenecido, y algunas, como Casa Mariol, marcan el camino de los nuevos tiempos.
A su vez, elaboradores más jóvenes proponen otras fórmulas y el catálogo de vermuts se va ampliando cada día. Blogs gastronómicos rastrean las antiguas bodegas que sobreviven y que sirven el vermut de siempre. Y en algunos barrios barceloneses —Gràcia, Poble-sec, Sants y, por encima de todo, Sant Antoni— florecen nuevas vermuterías a modo de pequeños templos de modernidad diurna. Esta costumbre que se mantenía oculta en bares de extrarradio o en las comidas familiares de domingo, se revela hoy como un espejo de nuestra alma gastronómica, cuando convertimos el comer y el beber en un pretexto para rodearnos de familia y de amigos. Y sí, lo colgamos a Instagram, pero este apunte de modernidad solo refuerza el afán de reafirmarnos como somos mediante el placer, difícilmente irrenunciable, de sorber un trago de vermut en buena compañía.
Josep Sucarrats
Coautor, junto con Sergi Martín y Miquel Àngel Vaquer, del libro Teoría y práctica del vermut (Now Books).